SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


mayo de 2007

número 0
ISSN: 1988-9607
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¿QUÉ VEO CUANDO ME MIRO AL ESPEJO?

Cuento

Pedro José Ortiz Muñoz
Alumno / 2ºESO B

Era lunes por la mañana, estaba tremendamente cansado (en los últimos dos días no había dormido más de tres hora seguidas) y había tenido una pesadilla horrible en que hacía mucho frío y poco a poco todas mis cosas y yo nos íbamos congelando. A pesar de todo eso tenía que ir al instituto, así que me vestí y acto seguido fui, como de costumbre, al servicio.

Allí miré de refilón el espejo y encontré algo muy raro, algo que me obligó a girarme y mirar mejor. El espejo, extrañamente, reflejaba un montón de hielos con puntas afiladas, como estalactitas y estalagmitas. Me froté los ojos para averiguar si era a causa del cansancio, pero no, seguía viendo lo mismo. Cada vez hacía más frío y en el termómetro el mercurio bajaba rápidamente hasta llegar al mínimo en cuestión de segundos, hasta casi desaparecer. Temblaba de puro frío y mis dientes castañeteaban. De repente, entre el hielo, surgió una persona, o por lo menos eso parecía. Estaba casi congelada y se movía lentamente hacia mí. Aterrorizado, intenté huir, pero la puerta estaba cerrada y me resultaba imposible abrirla a causa del hielo endurecido. Cuando volví a mirar hacia el espejo la persona estaba lo bastante cerca como para percibir su aspecto: ¡se trataba de mí! Sin duda era yo, sólo que congelado. Me puse a golpear la puerta con todas mis fuerzas y gritaba, pero mi voz había desaparecido. Mi otro "yo" había salido del espejo sin que me diese cuenta y, en cuento me distraje con la puerta, me agarró fuerte y me lanzó hacia el otro lado del espejo con una fuerza brutal. La temperatura allí era aún más fría si cabe. Lenvanté un poco la vista desde el suelo helado y me desmayé.

Durante mi desmayo recordé que los últimos meses de mi vida habían sido una sucesión, día tras día, de apoltronamiento en el sofá, sin hacer más ejercicio que apretar con el dedo los botones del mando a distancia, comiendo hamburguesas o pizzas encargadas por teléfono, sin salir de casa nunca, casi siempre acostándome cuando el sol me sorprendía a los mandos de mi Play o conectado a internet jugando "on line". Sentía continuamente una desazón que me impedía acostarme, que me hacía vencer el sueño e inventar siempre algo que hacer delante de una pantalla.

Al incorporarme ya no hacía ningún frío. Me incorporé y eché un vistazo a mi alrededor. Me hallaba como dentro de una cúpula geométrica, con muchas caras repetidas en una sucesión de espejos. Intenté forzarlas o romperlas, pero estaban demasiado rígidas.

Pasé una media hora angustiosa, me desesperé y empecé a gritar, quejándome. De repente me contestó una voz. Su lenguaje y sonoridad eran muy extraños pero, no sé por qué, la entendía. Me decía que mi comportamiento lo había obligado a actuar, que no había tenido más remedio que intercambiarnos. Yo le respondía que haría lo que fuera por volver a mi lado del espejo. Me contestó que la única manera de convencerle sería demostrando que era capaz de subsistir y de encontrarme, sin necesidad de nada ni de nadie: esa sería mi prueba.

Así empecé a cuidarme. Allí mismo, más por aburrimiento que por otra cosa, comencé a hacer deporte. A pesar de que al salir de la cúpula hacía un frío tremendo, sentí cómo mi cuerpo me lo agradecía cada vez que la abandonaba corriendo. Tenía que comer los alimentos que la naturaleza me proporcionaba (casi siempre unos vegetales silvestres parecidos a las espinacas que crecían junto a los arroyos helados y que al principio me sabían a rayos pero a cuyo sabor terminé por acostumbrarme. Alguna vez conseguí pescar algo e incluso capturar algún conejo con lazos que frabicaba). Aprecié los escasos rayos de sol (el día duraba apenas tres horas) que allí había, y cuando sentía cansancio descansaba y dormía. Al cabo dejé de sentir la desazón.

Un día me volvió a hablar la voz, diciéndome que ya podía mirar de nuevo al tiovivo de espejos. Lo hice, pero ya no estaba allí, ni las caras. Quise preguntar a la voz, pero al intentarlo un fulgor me deslumbró y abrí los ojos.

Estaba en mi cama, era por la mañana, sentía un tremendo cansancio y tenía todos los huesos doloridos. Me levanté a pesar de todo y pregunté a mis padres que qué día era. Extrañados, me contestaron que lunes. Corrí rápidamente hacia el espejo del baño (esta vez dejé la puerta abierta por si acaso) pero ahora solo econtré mi propio reflejo, y dos o tres pequeños copos, como de nieve, deshaciéndose en el pelo, quizás en las cejas. Me toqué, miré bien otra vez, y efectivamente era yo y no había nada.


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