SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


abril de 2009

número 2
ISSN: 1988-9607
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Relato

EL REO DE MUERTE

Nieves Marín Cobos
Alumna de 1º Bachillerato



Patatas fritas con mayonesa y ketchup y un zumo de naranja recién exprimido.

Será verdad eso que dicen que lo vivido en la infancia te marca para los restos. Será que no he podido huir nunca de aquel niño que se ganaba un dinero en Billie’s o será que ni siquiera me ha dado tiempo. Será que los recuerdos se pueden calibrar gracias al contenido de una fría bandeja de metal o que uno ya no sabe a qué agarrarse cuando el final se avecina, al principio, quizás, al principio, piensa uno.

Las patatas van por mí, porque mi actitud siempre ha sido tan complicada como encontrarle el punto exacto de fritura tersa a las patatas. No supieron cortarme bien, a pesar de los libros que mamá me compraba cada cumpleaños y de aquel profesor de literatura que me felicitaba por mi forma de escribir. Dejé las historias de los libros y los cuadernos a un lado, y salí a escribir la mía en las aceras. Entonces, fui yo quien erró. No supe encontrarme el punto exacto de fritura, me quedé pringoso y escurridizo. La mala temperatura, un exceso de aceite, quién sabe. El resultado es que quedé tan flojo como las patatas que me han servido.

La mayonesa y el ketchup van por mamá, por sus lágrimas tiernas y amargas a la hora de escuchar la sentencia, por las que derramará en este instante, que es uno más de mis últimos instantes, inacabables. Mamá que siempre me ha querido, con toda su alma, siempre, mamá, suave y áspera, como todas las madres.

El zumo por ella, que todos tenemos una ella, que no es perenne, que vuela de árbol a árbol para acabar regresando a la rama donde tan cobijada se siente. Ella, fresca y alegre, viva, tan viva, desde la infancia, cuando nos disfrazábamos juntos para Halloween, hasta la adolescencia, donde me dejó esconderme en todos los recovecos de su cuerpo, fresco y desnudo, cuando yo quería, cuando ella quería. Ella.

Necesito guardar todos los momentos que han valido la pena dentro de mí. Comérmelos es una buena forma de evitar que se pierdan. Comérmelos para impedir que ellos me coman a mí. El problema es que ahora mi última cena se ha amotinado y me ataca desde dentro: desdibuja mis ojos a base de lágrimas, martillea mi pecho, lo agujerea, y también mi garganta; batalla en mi cabeza, disparos en mis rodillas, que caen al suelo.

Se oye al alguacil beber cerveza en su despacho mientras destroza algo de Sinatra. Los demás guardias juegan al póquer mientras ríen y comentan el trabajo de las prostitutas que se follaron anoche. El cura al que le confesé hasta los pecados que no cometí dormirá placenteramente, sabiendo que le queda mucho por vivir aun a pesar de su vejez, al igual que el juez, que el verdugo. Respetables al servicio de la gran América. ¡Ja! ¡Asesinos!

¡Putos asesinos! ¡Puto mundo en que pueden existir tan falsos asesinos! La justicia ni se viste ni se peina así. No con las sangre de otros, no con cadáveres innecesarios. Mentes enfermas son las que consideran que ver morir a otro les sanará su dolor. ¿No ven que lo extienden a más gente? Mentes enfermas las que, impasibles, dejan que la gran América mate a sus hijos. ¿No ven que no son dueños y señores de otros? No sé qué más razones dar. Nadie las oirá. No sé por qué las pienso. ¡Me van a matar! ¡Voy a morir!

¡Maldita mi suerte! ¡Maldita mi vida y la hora en que nací! El último todo: hora, minuto, segundo. Lo que vivo, lo que no me dio tiempo. ¡Que me muero!

Sabor a muerte en ese estadio de la noche en que el frío es tan intenso que te tiñe las uñas de morado, el color de la muerte. O quizás ya haya amanecido.

De repente, el silencio. El alguacil se quedó dormido. Los guardias también.

El silencio son las palabras de la muerte. Las palabras silenciadas. Causan más daño que el ruido anterior. Se entremezclan con las imágenes inconexas, con los pensamientos incoherentes, formando una madeja de angustia, de miedo.

Siento frío y me toco la cara y los pies en un desesperado intento de darme calor, de sentirme. Pero, de repente, me invade el calor, me quema con su sudor, quiero quitarme la ropa y gritar, gritar, gritar, ¡gritar!

Las sombras me acechan. Hundo la cabeza en el pecho para protegerme. La muerte ya está aquí. Viene a por mí. Mis aullidos no la espantarán y, sin embargo, sigo chillando.

El descapotable rojo con el que siempre soñé. Las manchas blancas de las uñas de ella. Las tapas azules del libro de cocina de mamá. Los pelos de las orejas del cura que me confesó. El negro de las sombras, preámbulos de la muerte. ¡Aire!, me falta el aire. El cerebro va a explotarme. Mi corazón en mis manos, deshaciéndose en mis manos. Ya no sé qué hacer con él. Un coche rojo, una uña blanca, un libro azul, una oreja peluda, el negro que acecha. Mi corazón fuera de mi cuerpo, que no es mi cuerpo, que me lo roban, ¡me lo roban!

Tengo temor, auténtico pavor, tiemblo, me encojo, salto, ¿qué hago?

Colores, olores, sabores, se olvidan, se olvidan, confusos… ¿Dónde quedó la noche? ¿Cuándo apareció el día? ¡Me llevan!

Dos brazos me agarran. Cientos de ojos me miran. ¡Huid! ¡Vendrán mañana a por vosotros! ¡Vendrán! ¡Huid! ¡Salvadme!

Dos brazos me atan a una silla. Decenas de espectadores, enfrente de mí. Unos rezan, otros lloran, otros se asustan. Será mi cara, indescriptible ya, loca ya. Voy a morir y no puedo hacer nada. Me atan. Se acaba. Serán mis ojos, mis ojos ahora, que no pueden estarse quietos, que parecen haber olvidado hasta llorar, que no entienden, como yo.

Me mojan la frente. Me refresca. Ella. La veo a ella. Ella vestida con un bikini verde claro. Ella que se acomoda en mis brazos para ver la puesta de sol. Su pelo azabache huele a melocotón, es tan suave como el melocotón. Mis manos se enredan en él. Me calmo. Ella me calma con su respiración serena mientras la envuelve una luz naranja.

El verdugo acciona la palanca.

Ella.


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