SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


abril de 2009

número 2
ISSN: 1988-9607
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Desde la Edad Media al Siglo de las Luces

PINTAR CON LA PALABRA (I)

El deseo de pintar con la palabra es una constante a lo largo de la historia. Será en el siglo XX cuando ese deseo cobre tal intensidad que el contenido plástico de la escritura constituye un rasgo del arte moderno.

Felipe Muriel
Profesor de Lengua Castellana y Literatura

2. DEL RENACIMIENTO AL SIGLO DE LAS LUCES

Entre finales del siglo XV y principios del XVI hay que fijar el inicio de la recuperación de los subgéneros visuales. Gracias a las dos ediciones de la Anthologia Planudea, los technopaegnia griegos y los carmina figurata latinos se divulgan y surge en Europa un alud de imitaciones. Vuelven a verse los motivos clásicos de las alas, altares, siringas, hachas y huevos.

El autor más importante de la época renacentista es Jacques Cellier, quien realizó entre 1583 y 1587 una complicada serie de caligramas titulada Recherches de plusieurs singularités de Francois Merlin. Destacan los de índole figurativa: un caballero, una cigüeña comiéndose una serpiente, una escena de caza (Figura 7). Son dibujos elaborados a partir de un texto en prosa, imposibles de leer y que recuerdan las micrografías hebreas.

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Fig. 7. Cellier.

Junto a los caligramas, otro género que alcanzó gran esplendor con la imprenta, fue la Emblemática. El emblema (también llamado empresa, divisa o jeroglífico) surge en 1531 como poema ilustrado con la obra de Andrea Alciato, Emblematum liber. Parece que fue el impresor Steiner el que, con vista comercial, propuso añadir los grabados de Jörg Breuil a la selección de epigramas latinos realizada por Alciato. Su éxito (175 ediciones) se explica por la mentalidad simbólica de la época y por el interés que despertaban los jeroglíficos, la cultura egipcia y la búsqueda de un lenguaje que aglutine varios códigos (visual, verbal).

Si en un principio el emblema tuvo el valor de juego intelectual, reservado a una minoría, a partir del siglo XVII el gusto por lo enigmático, lo mitológico y hermético desaparecerá en favor de un lenguaje más asequible para la mayoría. La función didáctica predomina y se convierten en vehículo de verdades religiosas y morales. Alonso de Ledesma, Sebastián de Covarrubias y Saavedra Fajardo son algunos de los cultivadores españoles del género.

El emblema clásico se compone de tres elementos: mote, grabado y epigrama.

El mote o “alma” del emblema es una sentencia, casi siempre en latín, que aporta una pista para completar el sentido de la imagen. Se solía disponer encima de la figura o en el interior en una filacteria y provenía de los clásicos, Padres de la Iglesia, la Biblia… El grabado o “cuerpo” del emblema es de gran importancia. De él depende que la enseñanza de carácter moral, religioso o político que se quiere transmitir quede grabada en la memoria. Los símbolos que manejan son de fácil interpretación para el público en general: el esqueleto, el reloj, la vela aluden a la fugacidad de la vida; la nave, el sol, el águila, el león hacen referencia a la Realeza. Por último, el epigrama aclara el sentido del mote y la pintura. Con frecuencia la explicación se hacía en verso (sonetos, octavos, redondillas, silvas) y, a veces, le seguía una glosa en prosa que ampliaba el significado y venía a ser un sermón moralizante o de educación política.

En España, donde la imprenta pasaba grandes dificultades (editar resultaba caro y no había muchos grabadores), la emblemática se dio a conocer antes que por libros a través de los festejos públicos. En las relaciones de sucesos de carácter festivo se hallan descripciones de los programas iconográficos con los que celebrar la entrada de los reyes o las exequias. Lamentablemente, de todo ese material destinado a desaparecer cuando se retiraban los aparatos y catafalcos, no han quedado más que las descripciones.

Entre los jeroglíficos que publicó la Compañía de Jesús de Madrid con motivo de las exequias de la emperatriz María de Austria (1603), escogemos uno. La imagen del árbol derribado por un esqueleto contiene dos significaciones opuestas, como apuntan la sentencia latina del profeta David y el epigrama aclara: el árbol caído alude al fallecimiento de la emperatriz y los brotes, a la continuidad monástica de la Monarquía.

Los elementos de la naturaleza y símbolos del Poder sustituirán el simbolismo religioso de la época medieval. La poesía visual se vuelve más profana y se inserta junto con la arquitectura, escultura, pintura y música en la fiesta barroca.

La fiesta pública se convierte en el medio preferido por el Poder para reforzar el papel de la Monarquía que en el siglo XVII vivía horas bajas. Las celebraciones -coronaciones, esponsales, exequias fúnebres, recibimientos— servirán para convocar a las distintas artes en la creación de un espectáculo totalizador que adoctrine al pueblo. Ante los ojos del público se escenifica un discurso en imágenes, con el que se pretende impresionarlo e inculcarle la divinidad de la Realeza. Se construye una imagen alegórica del Rey, que, independientemente de la persona concreta que lo encarne, reúne las virtudes de la justicia, religiosidad, piedad, clemencia, constancia, valor, sabiduría, prudencia. Esa imagen ideal era la que debía conocer el pueblo. La poesía se convierte en un arma de propaganda política al servicio de la institución monárquica. El Estado instrumentalizará acrósticos, laberintos, jeroglíficos y poemas concordados como antídoto contra los peligros de separación de sus territorios y la Reforma luterana.

Dentro de los acrósticos, destacan los acrósticos esféricos. Los versos van desgranando las letras del nombre del rey o reina de forma que todos confluyen en el centro en la misma letra. El tipo de organización, centrorradial como el repertorio de letras finales — reducido a la A, O y S— encierran un claro simbolismo que llegaría a convertirse en tópico.

El soneto dedicado a Carlos II (1685) es claramente laudatorio (Figura 8). El acróstico sincopado (el acróstico del primer verso se completa con la letra final A) se pone al servicio de la alabanza monárquica. El rey es equiparado a personajes mitológicos como Heracles, Apolo, mientras que el grafema central A y la esfera que circunda el texto aportan una significación adicional. El dispositivo centrorradial refuerza la identificación del rey con el sol, ya sugerida en el texto con el sintagma Activo Apolo. La letra A insiste en la grandeza del personaje, porque, al ser la primera letra del abecedario, designa el Principio, la fuerza creadora. Los rayos esparcen el poder del Imperio católico hasta los más alejados puntos del globo terrestre, representado por el círculo.

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Fig. 8. Anónimo, Soneto acróstico.


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