SAÏDA

Luna vivía con su madre en Tarifa. Cada tarde se sentaba en la playa a observar la silueta de África en el horizonte y pensaba si los niños de aquel continente vivirían igual que ella. Su curiosidad la llevó a buscar información sobre aquel continente tan cercano y a la vez tan desconocido. No tardó mucho en descubrir que aquellos niños vivían en unas condiciones muy por debajo de las que ella disfrutaba.

Durante mucho tiempo insistió a su madre para que adoptara a una niña africana a la que intentaría querer como a una hermana.

Después de dos meses, Saïdia llegó a España. Luna y su madre la recogieron en el aeropuerto de Jerez. Ese día estuvo lleno de sorpresas para ella: viajó en avión, descubrió que el agua salía del grifo, la electricidad, la televisión, el frigorífico, la lavadora… Todo eso era nuevo para ella y se sentía como si hubiese viajado a otro mundo.

Al principio se comunicaban por señas, hasta que Saïdia aprendió un poco de español.

Pasó el verano y llegó el primer día de clase. Saïdia estaba muy emocionada porque ella nunca había ido a la escuela. Cuando llegaron al patio, la gente la miraba con rareza. Los compañeros de Luna no estaban acostumbrados a relacionarse con niños de otras razas. Para que ellos se dieran cuenta de que las diferencias de Saïdia no suponían una barrera para conocerla, empezó a contarles, en forma de historia, las costumbres que su amiga le había ido descubriendo de su poblado en Tanzania. Llegó un momento en que la propia Saïdia era la que relataba sus historias, igual que su madre se las contó a ella y su abuela a su madre.

Los recreos terminaron siendo un corro donde todos escuchaban las historias, compartían los bocadillos y quedaban para salir por la tarde al parque.

Con el cariño de Luna y su madre, Saïdia, sin apenas darse cuenta, fue adaptándose a su nueva vida, pero siempre acordándose de las historias que su madre le contó.