SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


febrero de 2012

número 4
ISSN: 1988-9607
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LA POESÍA HEDONISTA Y VIVENCIAL DE JUAN BERNIER

José de Miguel
Poeta

SEMBLANZA DEL POETA

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Juan Bernier en el estudio del pintor Rafael Álvarez Ortega

Nació en diciembre de 1911 en la calle Carlos III de La Carlota [1]. Su apellido Bernier desciende de una de las familias de colonos alsacianos que en el siglo XVIII vino a poblar la villa recién fundada por el monarca Carlos III. Cursó la carreras de Derecho en Sevilla y Granada y en Córdoba la de Magisterio, pero será esta última la que profesó hasta su jubilación.

Persona de extraordinaria cultura, lector impenitente. Hay en su obra e incluso en sus vivencias un trasfondo filosófico, aprehendido en la lectura de los autores clásicos, en los Ensayos de Montaigne y en las obras de Hegel, Nietzsche, Schopenhauer. Coincide con Schopenhauer en la concepción de la muerte como violenta destrucción de nuestro ser, el desastre doloroso del mundo formado por el engendramiento con voluptuosidad. La muerte será uno de los leit-motiv de su obra: “Morir”, “Siembra de tumbas”, “Pero él llamaba a la muerte”, “Cementerio”, “Resurrección” y su trilogía Los Muertos.

Juan Bernier fue, además, un gran hedonista, casi un epicúreo. Su vitalismo sensual desbordante le impulsaba a buscar la belleza hasta en las más pequeñas manifestaciones de la Naturaleza. Y ese afán por gozar cuanto hay de bello en el mundo –paisaje, lectura, obras de arte, adolescencia- rige su cadencia vital y aflora, sobre todo, en su poesía, en la que se percibe un sentimiento entre pagano y religioso, un panteísmo que recuerda la obra de André Gide y al Withman de Hojas de hierba.

En palabras del malagueño Rafael Pérez Estrada, nuestro poeta “Era un heterodoxo que había hecho de la transgresión un oficio”. El Nobel Vicente Aleixandre, a su vez, le dijo en una carta manuscrita: “…es Vd. un gran pagano que hubiera tropezado en todas las esquinas de la vida sin perder la vocación de luz que le yergue […], ese Sur que mira a Oriente”.

Como persona, era un hombre tímido, más bien introvertido, aunque cultivador de la amistad; desangelado en el vestir, con ese desaliño indumentario del que nos hablara Antonio Machado; era reservado y se mantenía ajeno al oropel de los que aspiran estar en candelero. Ricardo Molina, su fiel amigo y cofundador de la revista Cántico, en la Elegía XXX, lo retrata así:

Con su bufanda azul, su gabardina vieja,
su sombrero mojado, su paraguas de seda
a través de los campos cuando el trigo madura,
cuando el almendro en flor es casi un árbol místico
y los álamos cantan a la orilla del río
Juan Bernier, misterioso y en silencio, pasea.

Empedernido paseante solitario por los barrios antiguos de la ciudad, nos ofrece una doble imagen de Córdoba. Junto a la ensoñación de la ciudad amada, aparece también la melancólica constatación de su naturaleza levítica, provinciana, anclada en la pacata moralina. A Córdoba le dedicó un espléndido soneto “Amarillo perfil de arquitectura”, que figura grabado en lápida de mármol en uno de los patios de la Diputación Provincial:

Amarillo perfil de arquitectura
de cúpulas y torres coronado,
torso de duro mármol cincelado,
estatua de ciudad. Córdoba pura.
Abres al valle virginal figura
a la que el Betis besa enamorado
y en tu más alta torre reflejado
el oro de tu Arkángel te fulgura.
Arena y cal, olivo, serranía,
enhiesto pino, palmeral ardiente
ciñen tu delicada argentería.
Relicario de siglos donde Oriente
engarza en vesperal policromía
tu albo destello ¡oh perla de Occidente!.

También nuestro poeta cantó a Málaga, ciudad donde pasaba largas temporadas. El mar, la mar, ese litoral de gavia y gaviota era como una liberación para el espíritu apresado por la estrechez de su paisaje y paisanaje cotidianos. Sus poemas “Playa”, “Puerto en la noche”, “Recoge el pan del mar”, “Escucho el mar”, “Costa de Málaga”, “En la orilla”… nos hablan de ese paraíso, del deslumbramiento dionisíaco de la costa malacitana:

Yo, poeta de secano, tiendo labios al aire
y el esperpento de tierra, la moral arada
se pierde en la estepa horizontal, lejana.
Sólo queda espuma, pensamiento,
junto al mar, junto al monte, junto al cielo.

LA OBRA PLURAL DE JUAN BERNIER

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Juan Bernier

Antes de adentrarnos en el análisis de su producción poética, refirámonos a su tarea como investigador. Conocedor del mundo de la arqueología, etnografía, epigrafía, pintura escribió numerosos trabajos: La capilla de San Bartolomé (1953), Historias y paisajes provinciales (1966), Recintos y fortificaciones ibéricas en la Bética (1970), Yacimientos paleolíticos de Córdoba, Castillos y fortificaciones cordobeses, Mapa arqueológico de la provincia de Córdoba y un amplio y exhaustivo volumen, Tierra nuestra (1980), que recoge el acervo histórico– artístico de la provincia.

También cuenta con un estudio sobre el pintor de Bujalance, Acisclo Antonio Palomino, que fue su discurso de ingreso como numerario de la Real Academia de Córdoba.

Asimismo fue colaborador desde la década de los años treinta de Estefa Literaria o El Español. En el diario Córdoba tenía una sección que firmaba con el seudónimo Linceus.

La obra poética de Juan Bernier es más intensa que extensa; en ella palpita el neopaganismo dionisíaco, el intimismo cultural, la heterodoxia y una acendrada pasión por la desbordante plenitud de la Naturaleza. En la década de los cuarenta crea con Ricardo Molina, Pablo García Baena, Julio Aumente y Mario López la revista Cántico. En su número inicial incluyó un espléndido poema, “Canto al Sur”:

Tu letra, oh Sur, clavada sobre la cal blanca de las espadañas
Junto a la bota de un férreo arcángel enmohecido.

Como una vaharada de aire fresco en el anquilosado panorama poético de la posguerra, surge entonces en el Sur, en esa Córdoba abrumada de Historia y pretérita grandeza, una conjunción de poetas que, al calor amical de su revista, ofrece en odres nuevos el vino viejo de la auténtica poesía. Las distintas voces del grupo no son precisamente monocordes. Cada uno tiene su peculiar forma de sentir, de decir. Guillermo Carnero en su sutilísimo estudio sobre Cántico sintetiza así sus coordenadas: intimismo, refinamiento formal, búsqueda de la palabra rica y justa, tratamiento vitalista del tema amoroso, potenciación del análisis introspectivo, etc. Y estas son las mismas tendencias que caracterizan la poesía de Bernier, quien fuera el aglutinante iniciático del grupo, luego liderado por Ricardo Molina.

En 1948, como número extraordinario de la revista, se edita el primer libro de Bernier, Aquí en la tierra, compuesto por seis extensos poemas en versículos. Once años después, en 1959, publica en Ágora, colección que dirige en Madrid la cordobesa Concha Lagos, su segundo libro, Una voz cualquiera, también en largos versículos. Incluye poemas tan interesantes como “Hombre”:

De donde vienes, cuando te liberas
de la tierra caliente cuando sales
sin gritos de la madre, sin mirada
al despertar decepcionante, a la luz hecha
al frío o al calor, a la sonrisa
o al cuchillo mellado del sollozo.

El poema “Borracho” es uno de los paradigmáticos por su invocación a Dios:

Y en verdad, Señor, yo pasaré nunca de la primera losa de tu templo;
allí donde los mendigos extienden sus manos suplicantes,
extenderé las mías muy abiertas, aunque solo sea para recoger tu mirada;
así, aun cuando tu escolta me aparte, indignada de mis harapos sucios,
yo, un hombre borracho, te gritaré desde fuera,
porque, en verdad, ver claro me ha resultado demasiado amargo
y el vino es para mí, cada día, como un agua para apagar una hoguera de angustia.

En este libro figuran “Los muertos”, una trilogía que, desgajada del libro, será publicada con prólogo nuestro en el Colección Devenir (1986). Tres muertes —“Mañana”, “Tarde”, “Noche”— vistas y sentidas por los ojos del poeta con la carga de dolor y de amor, de belleza y miseria, de tenebrismo, angustia y gloria, que pueden acompañar el momento trascendente de morir.

Su tercer poemario, Poesía en seis tiempos, fue editado por la Editora Nacional en 1977. Precede a los textos una carta de Vicente Aleixandre y un sustancioso prólogo de Guillermo Carnero. En sus secciones “Tiempo del Sur”, “Tiempo del Deseo”, “Tiempo del Hombre”, “Tiempo de Muerte”, “Tiempo de Dios” y “Tiempo de ahondar” se recopilan muchos poemas de sus libros anteriores. Las últimas composiciones bernieranas tienden a ser más cortas, más conceptuales, con una temática más objetiva, sin ese subjetivismo y riqueza verbal de sus primeras creaciones. Así el poema “Tiende tu mano”:

¡Abre,
tiende
la mano,
quita de tu lengua
la reja monosilábica del no!
En la tierra pusieron barreras,
cercas, vallados, muros, fronteras;
pero es vieja la tierra, hombre. Salta, cruza
el mar, el monte, el río
¡Rompe los No de piedra!

En su último poemario, En el pozo del yo, publicado en 1982 en la Colección Arenal de Jerez de la Fontera, profundiza en la línea estética apuntada en su anterior libro. Ahora su verso se modula, ajeno al hedonismo vitalista que derrochaba en sus largos versículos y al preciosismo lírico, de forma concisa y rotunda.

Lo sorprendente de Bernier es que él, más que poeta, quería ser novelista. En realidad, tenía comenzadas varias narraciones que, según Pablo García Baena, leía a sus amigos en la itinerante tertulia “Nómada”. Los títulos de aquellas piezas inconclusas son “El rapto de Gardenia”, “Doña Emilia Cruz”, “El diario del profesor Jacques” e “Historia de tres días”. De esta última nosotros publicamos unas páginas, que él nos había donado manuscritas, en la Colección El manatí dorado del editor malagueño Rafael Inglada.

Vicente Aleixandre en su carta declara desde que yo leí aquel “Cántico del Sur”, aquel sabio poema…, sabía a Juan Bernier poeta, poeta que con estupefacción me enteré que anda diciendo; Poeta, sabe usted…, yo soy novelista. Y dada la belleza , pulcritud y elegancia de su prosa, Bernier hubiera sido un novelista espléndido, pero el intenso afán que acuciaba sus horas: amar, arqueología, coreografía de Córdoba, aula, amistad, ensayos, poesía… y ese demorarse cada tardinoche en largas paseatas por los barrios de su ciudad, donde las tabernas eran lugares de convivencia, no le permitieron el sosiego y la constancia que exige escribir una novela Y es que para él, como dice en el prólogo a mi primer libro A orillas de la vida (1983), su vida ha sido más importante que su obra.

El nueve de noviembre de 1989 murió Juan Bernier. Ha sido nombrado Hijo Predilecto de la Provincia en 1985 y el Ayuntamiento de Córdoba le dedicó una plaza, levantada sobre el solar del antiguo convento de Santa María de Gracia, en el barrio de San Lorenzo.

Pocos años antes, en 1986, se editó un libro Homenaje a Juan Bernier con ilustraciones de los pintores de Cántico Miguel del Moral y Ginés Liébana y la colaboración de más de cuarenta poetas de toda España. Entre ellos citemos a Antonio Gala, María Victoria Atencia, Leopoldo de Luis, Antonio Colinas.

Ya en el año 2001, un grupo de investigadores del Patrimonio Arqueológico Andaluz le dedicó un libro Homenaje, a quien fue durante tantos años Director del Catálogo Artístico y Documental del Provincia.

Como cierre de la exposición sobre la compleja y valiosa personalidad de nuestro poeta, vamos a copiar “Apocatástasis de Juan Bernier”, poema que le dediqué a él y que está recogido en la antología Dulce plantel y canon (2003), editado por la Diputación Provincial de Córdoba:

APOCATÁSTASIS DE JUAN BERNIER

Pero el verso mejor se fue contigo
Dámaso Alonso

Codiciaste la vida
con la ciega vehemencia del cautivo que añora
su libertad truncada;
como el ebrio a su copa de rebosante láudano;
como el náufrago ansía esa playa de sol
avistada al hundirse
en la negra clausura del abismo.
 
Era tu corazón un atlas desbocado
husmeando constante,
entre la escoria oscura que emborrona la senda
de nuestro breve tiempo concedido,
aquel rastro de luz que la armonía
efunde aquí en la tierra bajo mil formas cálidas:
verso, amistad, adolescencia, río,
Cellini, Zurbarán, ídolo ibero
o una leve libélula pululando en el aire.
 
Aquí en la tierra, Juan que tú pisaste
con el fervor de un árbol enrraizado,
levadura de anhelos y latrías
que la sola belleza encelaba en tu pecho.
 
En esta tierra nuestra, Juan, donde tu voz,
sólo una voz cualquiera,
interrogaba al viento de la tarde
si había besado, amante,
desnudos cuerpos núbiles bajo los verdes álamos.
 
Una voz, modulada como un zureo de bronce,
elevando su Cántico profundo
entre las espadañas que apuntalan de Historia
los cielos de tu Córdoba, mientras un ángel de oro
dibuja su perfil, alado alarde,
en el adagio azul que va trenzando
la soledad callada que la habita.
 
Luego en anocheces concitados de luna,
tu sombra demorándose
en lento jubileo por los barrios antiguos
de callejas, conventos, tabernas y jazmines
ahogando en el moriles, y en el pozo del yo,
el íntimo latir apasionado
que concitara lo bello, dulce plantel y canon
de la ciudad amada;
un delirio de rosas ciñendo los deseos,
encampanados como un toro bravo
ante la desbordante plenitud oferente
–piedras labradas, gráciles cinturas–
que sitian con su dardo de imprecisa liturgia
al fiel enamorado de la Córdoba insomne,
cuyo suelo es de pluma de arcángeles.
 
Pero los hombres pasan, como pasan las sombras.
Tu arcilla, vendimiada
en el último afán de las violetas,
augures de los albos sudarios del invierno,
cuando, aún, en el vidrio cansado de tus ojos,
se dibuja ávido
el acuciante amor por la eternal belleza
que entronizó la estela de tu vida.

[1Conferencia dictada por su autor en La Carlota con motivo del homenaje a Juan Bernier y adaptada posteriormente para su publicación por Felipe Muriel Durán


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