febrero de 2012
número 4
Pablo García Casado
Poeta
Los zapatos son de una curva excesiva. De un brillo que no es de domingo para ir a misa. Parecen más bien preparados para el baile, para la copa compartida, para la risa de chal contra el escote. Están en medio de la estancia, barcas en náufrago, esperando volver a unos pies delicados que le den un rumbo, un sentido a su quehacer. Si fuese la noche excesiva, la noche del reencuentro, la noche de tomar las nubes de ginebra, los zapatos estarían en las escaleras o en los adoquines de cualquier calle, botín de guerra de soldados de reemplazo. Pero ahí están, testigos y mudos, con la horma hecha a esos pies que ahora rozan la tela de una prenda ligera. Los ojos se posaron al principio en esa prenda, conscientes que la acción daría el mayor de los sentidos. Pero aquí, como casi siempre, lo que importa es lo que no está.
Hay un orden en todo el cuarto, el de alguien capaz de detener la vorágine y poner un toque de color a la entropía. Alguien desde un profundo deseo de pulcro cristianismo ha desecado las flores, ha limpiado la loza y la mantiene como signo heredado de pureza. Por eso, esta mujer es un cuerpo extraño, una intrusa que se ha colado en la escena, alguien que viene a romper el equilibrio. ¿De dónde llegó y cómo lo hizo? Nada de eso se cuenta en este cuadro, porque interesa lo que oculta, lo que no se hace explícito.
Sabemos, eso sí, que ha tenido tiempo de pintarse los labios y recogerse el cabello. Sabemos que adoptará un gesto clásico, burgués, que podrá mirar a los ojos de la gente. Nada en el exterior hablará de una quiebra, de una falla moral; hay una seguridad íntima en su forma de vestirse que nos aleja del territorio de pecado. Tampoco hay una Lolita frágil, un Nabokov detrás de este dibujo optimista de una mañana de domingo. Tan sólo esos zapatos, esa curva excesiva que nos invita a imaginar la fiesta y todo su cuerpo.
Texto leído dentro del ciclo La obra del mes del Museo de Bellas Artes de Córdoba el 20 de junio de 2010.
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