SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


abril de 2008

número 1
ISSN: 1988-9607
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Cuento de Navidad

LA AMBULANCIA DE LOS REYES

Un emotivo cuento de Navidad ambientado en una humilde familia de la ciudad de Córdoba.

Antonio Varo Pineda
Profesor de Lengua Castellana y Literatura del I.E.S. "Séneca"

La ambulancia de los Reyes


Todo estaba en orden. Las carrozas de la Cabalgata –en realidad, tractores y remolques de marca Lanz cedidos por el concesionario– llevaban ya un buen rato con sus motores apagados, los niños de toda la ciudad dormían con placidez en sus habitaciones y a los Reyes Magos les faltaba poco para terminar su jornada de trabajo. Todo estaba en orden, o casi todo.

En la casa de Paco y Angelita, los cuatro chicos dormían tranquilamente: los dos mayores en el sofá–cama, el tercero en su cama, más estrecha que el sofá, y el chico en su cunita. Sus Majestades habían cumplido ya con su tarea y el matrimonio estaba a punto de acostarse. Fue entonces cuando el padre de familia quiso comprobar que todo estaba en orden.
Pero no lo estaba. Los Reyes Magos, tal vez por las prisas, habían cometido un error imperdonable: a la ambulancia que había pedido Antonio José no le habían puesto pilas, y sin pilas no podía funcionar. Así que, cuando despertara por la mañana y viera que su esperada ambulancia no andaba ni encendía sus luces, el perrerón iba a ser de miedo. Era de todo punto impensable que Antonio José no pudiera jugar el día de Reyes con su ambulancia, que no pudiera presumir de ella ante el resto de los niños de la vecindad.

–Esto hay que arreglarlo –dijo con convicción el padre del niño.

–¿Y qué vas a hacer ahora? –le preguntó Angelita.

–¿Que qué voy a hacer? ¡Pues irme en busca de unas pilas!

Paco se despojó a toda prisa del pijama y se vistió rápidamente. Su mujer estaba hecha un mar de dudas:

–¿Y a estas horas dónde vas a conseguir las pilas, si son ya más de las doce?

–¡No lo sé! Pero cuando el niño se despierte por la mañana, la ambulancia tiene que tener sus pilas.

El abrigo, el sombrero y la bufanda completaron la indumentaria del padre de familia, que salió corriendo de la casa. Se volvió antes de llegar al zaguán:

–Ya que salgo, tengo que comprobar si el regalo de Paquito necesita pilas, no sea que tenga que salir otra vez.

Con manos nerviosas, abrieron la caja de El Mago Electrónico, el juguete de Paquito. Como éste era un chico muy estudioso y muy formal –le decían “El Sabio Callado” en la casa y en la familia– había pedido un juguete instructivo, que era una palabra que se usaba mucho entonces y que definía a los juguetes que no sólo servían para divertirse, sino que permitían adquirir conocimientos nuevos. El Mago Electrónico era en realidad un pequeño robot de plástico que llevaba en una mano una varita, una especie de puntero de alambre con el que tocaba un punto del tablero. Su base circular se ajustaba durante unos segundos a un molde en uno de los lados de dicho tablero, y después de señalar una pregunta –había varias hojas con cuestiones de materias diversas– se pasaba al lado derecho, donde se ponía sobre un espejo pequeño, e indefectiblemente, después de darse media vuelta, señalaba con el puntero la respuesta correcta a la pregunta seleccionada. Paco y Angelita lo desmontaron por completo –era pánico lo que sentían por dentro ante la eventualidad de que los chicos se despertaran– y comprobaron aliviados que, a pesar de su nombre, El Mago Electrónico no necesitaba pilas de ninguna clase.

El juguete del tercero, Manolín, no hubo ni que abrirlo. Era una plaza de toros con todos sus elementos –toros, banderilleros, picadores, monosabios, mulillas– y la electricidad no había pasado por tal coso. Y en el chico no había ni que pensar: siendo tan pequeño, su único juguete era un oso de peluche. El padre de familia volvió a salir sin decir una palabra.

Dentro, Angelita se quedó sin saber qué hacer. Por lo pronto tenía que esperar a su marido, pero no podía hacer nada más. Poner la radio era impensable; además, a esas horas ya debían de haber terminado las emisiones y, por encima de todo, el más mínimo ruido hubiera sido una catástrofe: la buena mujer no quería ni pensar en los chicos despiertos, los juguetes fuera de sus cajas, la ambulancia incapaz de funcionar y, lo que era más grave, hubieran sospechado terriblemente de la ausencia de su padre. La única posibilidad que tenía era quedarse quieta y en silencio, sentada en un sillón o echada encima de la cama pero sin dormirse. Había que apagar las luces y esperar el desarrollo de los acontecimientos.

Paco volvió a salir de la casa como alma que lleva el diablo. Giró hacia la derecha y comenzó a subir a toda prisa la calle Ambrosio de Morales. “En Martínez Rücker seguro que hay, tiene que estar abierto una noche como ésta”, pensó para darse ánimos mientras pasaba por la taberna de la Sociedad de Plateros, que llevaba ya cerrada un par de horas. La calle estaba fría, oscura y vacía, y el pavimento de adoquines era muy resbaladizo. Casi nadie transitaba por la calle: sólo se cruzó a la altura del convento del Corpus con un borracho que bajaba haciendo eses. Al pasar ante la cuesta de Luján le llegó una débil ráfaga de luz que venía de la calle de la Feria. Una ráfaga de luz muy tenue, pero nada más. Justo allí alcanzó y adelantó a otro hombre embozado en un abrigo y un sombrero parecidos a los suyos: a lo mejor era otro padre de familia tratando de arreglar los despistes de los Reyes, o que tal vez ya lo había arreglado y por eso iba más despacio; le tuvo envidia sin conocerlo. Estaba seguro de que Martínez Rücker no habría cerrado aún y de que habría pilas de las que buscaba. Además, allí era un cliente conocido y tenía crédito, aunque llevaba dinero suficiente: al fin y al ca-bo, dos pilas medianas de voltio y medio no podían costar, ni mucho menos, los cinco duros que llevaba encima, aunque fuese la noche de Reyes y las agujas del reloj de Las Tendillas hubieran sobrepasado ya las doce y media.
En Martínez Rücker estaban cerrando, pero aún quedaban algunos dependientes. No tenían ya pilas medianas de voltio y medio, ni una sola.

–¿Y yo qué voy a hacer ahora?

La desesperación empezaba a dibujarse entre el sombrero y la bufanda que ocultaban a medias el rostro del marido de Angelita.

–Lléguese a Casa Guerrero, o a Pueyo, que a lo mejor están abiertos.

El dependiente sintió lástima de aquel hombre que buscaba dos pilas medianas de voltio y medio.

“A Casa Pueyo no quiero ir, porque es muy caro”, se dijo el padre de familia cuando la tienda de Martínez Rücker estaba ya diez metros atrás. Entonces se dio cuenta de que se había marchado sin decir adiós ni dar las gracias. “Van a pensar que soy un maleducado”, se dijo bajo la bufanda. Una vaharada de vapor le desdibujó durante un segundo los perfiles al otro lado de los cristales de las gafas. Cuando llegó ante la puerta de Casa Guerrero estuvo a punto de echar una maldición, porque la tienda estaba cerrada y apagada, pero no la echó al comprobar que nadie la hubiera escuchado. “Bueno –pensó–, pues a Casa Pueyo y que sea lo que Dios quiera. El caso es que la ambulancia tiene que funcionar perfectamente cuando el niño se despierte”.

Casa Pueyo ocupaba la esquina de Las Tendillas con la Calle Nueva. Era un bazar antiguo, donde lo mismo se podían comprar pilas, pelotas de ping pong, imágenes del Corazón de Jesús o lámparas –eléctricas o de aceite– para alumbrar en las mesillas de noche. Era una tienda cara, prohibida a la clase media, y simplemente inaccesible a las familias de la clase media–baja, entre las que se incluía la de Paco y Angelita.

Estaba abierto. Había compradores rezagados, pocos, que esperaban que los dependientes les envolvieran los regalos de sus hijos o de sus queridas. La enorme variedad de objetos que vendían en Casa Pueyo permitía camuflar como juguetes de niño lo que en realidad eran obsequios para las queridas. Claro que a ellas no se les daría en la noche de Reyes, sino unos días más tarde, cuando no hubiera moros ni moras en la costa.

Paco entró en la tienda un poco acomplejado. Un dependiente lo miró, pensando que ese hombre se había equivocado de establecimiento.

–¿Qué desea?

–¿Tienen pilas?

–Sí, ¿de qué tipo las quiere?

–Quiero dos pilas medianas de voltio y medio. A ser posible Tximist.

El padre de familia dijo hasta la marca que buscaba, pensando que ésas eran más baratas. El dependiente se retiró un momento, y volvió diciendo:

–Tenemos, pero sólo una. Es la última que nos queda, ni de esa marca ni de otra. Ya sabe usted que en una noche como ésta...

El asustado comprador sintió consternación:

–Pero es que yo necesito dos. Verá usted, es para una ambulancia de juguete de mi hijo, íbamos a acostarnos mi mujer y yo, y me di cuenta de que no tenía pilas. Llevo un rato buscando en varios sitios, y necesito la otra pila, y a estas horas... ¿No podría usted buscar un poco más a ver si queda otra?

–Le he dicho que es la última –cortó con sequedad el dependiente, que no tenía ganas de historias lacrimógenas–. Son cinco pesetas.
Paco puso en el mostrador una moneda de veinticinco pesetas, de la acuñación del 53. El vendedor le dio la pila y cuatro monedas de duro nuevecitas y brillantes, troqueladas el 62. En nueve años el Caudillo había endurecido su per-fil de aspirante a patricio romano venido de una provincia lejana del Imperio.

Ya iba a abrir la puerta el padre de Antonio José cuando el dependiente le dijo:

–¿Por qué no pregunta en Almacenes Sánchez? Ésos cierran tarde, y en juguetes...

Don Francisco no respondió ni volvió la cara, pero con la frase que escuchó vio el cielo abierto. “¡Los Sánchez! –pensó– ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? ¡Podía haber empezado por ahí!”. Los Sánchez estaban en la Calle Nueva, unos metros más abajo de Casa Pueyo, casi enfrente del Instituto y de la perfumería Hoyo. El padre de familia se sintió reconfortado, y cubrió casi con alegría el reducido trayecto cuesta abajo. La tienda de los Sánchez, que había sido siempre el establecimiento de juguetes por antonomasia en la ciudad, estaba abierta y tenía casi todas sus luces encendidas, aunque dentro quedaba ya muy poca gente. Al entrar, Paco no pudo dejar de mirar con nostalgia los dos grandes escaparates, uno a cada lado de la entrada. Unos empleados estaban retirando los últimos juguetes, mientras otros preparaban las sábanas, mantas y colchas que al día siguiente anunciarían las rebajas que ayudarían a superar la cuesta de enero. El padre de familia recordaba aún cuando, siendo pequeño, en la guerra o inclu-so antes, su madre lo llevaba a esa tienda, y le mostraba el escaparate lleno de juguetes en el que un letrero avisaba con letras grandes: “TODOS A 0,65”. A Paco le hubiera gustado alguna vez un juguete del otro escaparate, el que informaba que los juguetes costaban “TODOS A 0,95”. Pero no pudo ser nunca.

Subió las breves escaleras y se dirigió presuroso al primer dependiente que encontró, una joven morena, no muy guapa de cara pero sí contundente de formas, aunque el comprador no tuvo tiempo de perderse en las redondeces de sus carnes, cubiertas y apretadas por el uniforme azul marino:

–¿Tienen pilas?

–Las que usted necesite, caballero.

Paco lanzó un largo suspiro bajo la bufanda, antes de decir:

–Quiero una mediana de voltio y medio –pidió con voz marcada por la ve-locidad–. Si es posible –añadió– que sea de marca Tximist.

La vendedora tardó pocos segundos en traer la pila, que era de la marca solicitada. Antonio José no se daría cuenta.

–¿Qué le debo?

–Dos cincuenta.

Uno de los duros del 62 brilló de forma efímera encima del gastado mos-trador de madera. La chica de formas rotundas enfundadas en el uniforme azul le dio al caballero la pila y una moneda oscura y sobada, del color de las pesetas viejas pero más grande; era una moneda de dos cincuenta, en la que el perfil del Caudillo se mostraba aún gordo y prepotente.

El padre de familia bajó rápidamente la calle Ambrosio de Morales. Tenía calor debajo del abrigo y la bufanda, e iba tan feliz que no se dio cuenta de que el reloj de Las Tendillas estaba dando la una de la madrugada. La calle seguía tan fría, oscura y vacía como un rato antes, y hasta el pavimento de adoquines se mostraba más resbaladizo. Sin embargo a don Francisco le pareció que la misma calle tenía ahora un aspecto más amable y cálido. Al llegar a su casa se despojó a toda prisa del abrigo, la bufanda y el sombrero.

–¿Las has encontrado? –preguntó Angelita con un nudo en la garganta.

–Sí –respondió Paco soltando un largo resoplido–. Aquí están. En total siete cincuenta. Hay que ver qué caras son las cosas en Casa Pueyo.

Cuando, al amanecer, Antonio José vio cómo se movía su ambulancia y alumbraba sus luces de colores, no se percató de que su padre se escondía en la cocina para que sus hijos no lo vieran llorar.


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