SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


abril de 2008

número 1
ISSN: 1988-9607
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Cuento

MI PRIMO CARLOS CITROËN

Antonio Varo Pineda
Profesor de Lengua Castellana y Literatura

Acabaron las vacaciones, volvió a comenzar el curso, ya no estábamos en 3ºD, sino en 4ºB, y casi todos seguíamos en el mismo grupo. Y yo me sentí tremendamente disgustado cuando mis amigos no creyeron mi relato, que yo les conté en el primer recreo del nuevo curso con todo detalle, aunque, eso sí, exagerando algún aspecto para llamar más su atención.

–Eso es imposible, un Citroën corre más de lo que parece, y aunque fuera cargado habría podido llegar antes a la Residencia –objetó el Haro, que presumía de entender mucho de coches.

–Además, en el Juzgado no le hubieran permitido a tu tío que le pusieran Citroën como segundo nombre, porque no es un nombre cristiano –abundó el Franco–. A una vecina mía su padre le quiso poner Aurora, no María de la Aurora ni Aurora María, y no pudo porque el em-pleado del Registro le dijo que ese nombre resultaba sospechoso, que él sabía de buena tinta que así se llama un barco comunista que hay anclado en Leningrado. Tuvo que ponerle Mari Carmen.

–Cuéntanos ahora una de indios –apostilló sin dar razones el Antúnez, que era un gilipollas.

Yo me quedé frustrado, y durante todo ese curso, cada vez que sacaba el tema, ellos me cortaban y se reían. Claro que yo me vengaba de ellos de otra forma, que era sacar mejores notas en todas las asignaturas, bueno, en casi todas, en las importantes. El Haro, lo reconozco, era mejor en Religión, que para eso era el monaguillo del cura que nos daba clase y era un enchufado. El Franco me ganaba en Formación del Espíritu Nacional, pero claro, llamándose Franco cualquiera era capaz de suspenderlo, no fuera a descubrirse que tenía algún remoto parentesco con el Generalísimo. Y el Antúnez era mejor en Matemáticas, que yo era un negado para los números desde que la Muerte se cruzó en mi camino en segundo de bachiller. Pero en todas las demás asignaturas –Lengua, Historia, Latín, Francés por supuesto, incluso Física y Química– era yo quien les ganaba. Incluso me vengué a final de curso, cuando, después de que todos aprobáramos el curso, sólo yo fui capaz de superar en junio la reválida. Sin embargo, me daba rabia tener que callarme lo de mi primo y no poder presumir de ese Citroën que brillaba con luz propia detrás de su prosaico nombre de Carlos.

Llegó otra vez el verano y mi familia regresó al pueblo. Yo tenía curiosidad por volver a ver a Carlos Citroën, porque el año anterior, cuando mi tía me refirió su historia, fue después de que se fueran de visita, y no volvieron ya. De modo que, cuando llegó, después de la reta-híla de besos y abrazos a toda la familia de mi tía Josefina, lo primero que hice fue preguntarle a bocajarro al primo:

–¿Es verdad que tú naciste en un Citroën?

–Es verdad.

Lo dijo como no dándole importancia, acostumbrado como estaba a llevar encima una historia que hacía que los demás nos muriéramos de envidia, pero que para él era lo más normal del mundo. Y sin que yo se lo pidiera expresamente, me contó otra vez, con pocas diferencias, lo que un año antes me había contado mi tía Frasca.

–¿Y tú tienes ya el carnet de identidad donde lo pone? –le pregunté.

–Sí, este año me lo he sacado. ¡Tengo ya dieciséis años!

–¿Puedes enseñármelo?

Y me lo enseñó. Yo siempre había dado crédito a la historia que me dijo la tía Frasca, pero cuando tuve en mis manos apenas podía creerme que pusiera, de verdad, “NOMBRE: CARLOS CITROËN; APELLIDOS: CUBET SUÁREZ”. En ese momento deseé ardientemente que estuvieran conmigo todos mis amigos, especialmente Haro el canijo, Franco el rijo-so y Antúnez el gilipollas.

–¿Y tú vas a venir a Córdoba algún día durante el curso?

–¿Para qué?

–Quiero que mis amigos en el instituto vean tu carnet y se convenzan de que tu historia es verdadera.

–No sé si iré alguna vez a Córdoba. Yo estoy siempre en Monterrubio, y ahora que he terminado el Bachiller me pondré a trabajar con mi padre. No creo que vaya por allí. ¡En cualquier caso, si surge la ocasión, ya me llegaré por tu instituto, ja, ja, ja!

La risa de mi primo me molestó un poco, pero yo comencé a desear ardientemente que surgiera la ocasión.

Y surgió. El curso comenzó otra vez. Mis amigos habían aprobado la reválida en septiembre, y en quinto nos volvimos a juntar, aunque no todos: la pandilla empezaba a desmembrarse y el número de sus componentes menguaba progresivamente. El Haro y yo elegimos Letras, y nos pusieron en 5ºE. El Antúnez, como era gilipollas, cogió Ciencias, y entró en 5ºB. Nos volvíamos a juntar en los recreos. Al Franco no volvimos a verlo en mucho tiempo, primero porque le suspendieron dos grupos de la reválida y tuvo que repetir, y segundo porque, según se dijo en voz baja, se fue otra vez de putas, esta vez a las de Cercadilla, que eran las más caras, y una de ellas le pegó una enfermedad infecciosa que lo tuvo cuatro meses ingresado. Yo creo que eso eran habladurías, pero al fin y al cabo eso era lo que se decía del Franco. El resto del grupo se dispersó entre los que repitieron, los que se pusieron a trabajar en una platería y los que se pasaron a la Escuela de Maestría Industrial y dejaron el instituto.

El caso es que, cuando empezamos quinto, el Haro y el Antúnez, que a ellos se había reducido nuestro grupo, seguían sin creerse la historia de mi primo Carlos Citroën; es más, cuando les dije que no sólo era verdad, sino que yo mismo había visto el carnet de identidad se echaron a reír a carcajadas, en mi propia cara y sin contemplaciones.

–¿Qué os apostáis?

–Lo que tú quieras –respondió el Haro–. Yo soy capaz de apostarme una bolsa de recortes de hostias que saque de la iglesia.

–No, no –protesté–. Eso no te cuesta trabajo ni dinero. Tienes que traer una bolsa grande de hostias enteras. Sin consagrar, naturalmente.
Haro accedió sin pensar en la previsible reacción del cura cuando se diera cuenta.

–Y yo –refrendó el Antúnez– me juego mi bolígrafo–puntero.

Los ojos se me hicieron chiribitas. El Antúnez sabía que yo estaba prendado de su bolígrafo–puntero, un bolígrafo extensible como la antena de un transistor, que podía llegar a medir casi un metro y que servía también para señalar sin molestarse en los mapas o en los sitios altos. Los dos, desde luego, estaban seguros de que iban a ganar, y por ello aceptaron hacer apuestas arriesgadas.

–Pero tú también te tienes que jugar algo, porque vas a perder –apostilló el Haro.

–Claro, claro, ya se me olvidaba –confirmó el Antúnez–. Tú te tienes que apostar dos cosas.


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