SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


abril de 2008

número 1
ISSN: 1988-9607
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Cuento

MI PRIMO CARLOS CITROËN

Antonio Varo Pineda
Profesor de Lengua Castellana y Literatura

Me vi entre la espada y la pared. No podía decir que no, porque quedaría como un miedica. Y después de pensarlo un poco, hice yo también apuestas comprometidas:

–Me juego mi piedra de uranio y mi imán gigante.

Aceptaron los dos inmediatamente. Sabían cómo apreciaba esos dos objetos. Mi piedra de uranio era un bloque de mineral, del tamaño de un puño, de color de hierro oxidado en su mayor parte, aunque con unas grandes manchas verdes de las que yo decía que eran uranio puro. En realidad –me lo dijo el Manolito, que así llamábamos al profesor de Ciencias Naturales– sólo era un bloque de limonita, un mineral de hierro, con algo de malaquita de poco valor, pero el Haro y el Antúnez se tragaron a la primera lo del uranio. En cuanto a mi imán gigante, era un trozo de hierro imantado, de forma cilíndrica y con un agujero por el que metíamos cuerdas de poco grosor, lo que le había permitido demostrar las virtualidades magnéticas sacando del fondo de la fuente que había al lado de mi casa una buena colección de sansones de botellas. Yo tenía tanto al mineral como al imán en mucha consideración, seguramente la misma que mis amigos a sus hostias y a su bolígrafo–puntero, y me encontraba tan seguro de la victoria como ellos. Sólo faltaban por perfilar las condiciones de la apuesta, y fue el Antúnez el que las impuso:

–Primero, tenemos que ver el carnet nosotros personalmente. Y segundo, nos lo tiene que enseñar tu primo. Y el día en que quedemos para verlo tenemos que llevar cada uno nuestro objeto, para dárselo al ganador conforme se vea quién gana –no dejaba nada al azar el tal An-túnez, y eso que hasta entonces me había parecido un gilipollas–. De modo que búscate la forma de que tu primo venga a Córdoba. Si no viene antes de final de curso, tú pierdes.

Y la ocasión no me la busqué, sino que ella misma vino sola. Porque a mi primo Carlos Citroën, que siempre había tenido una salud de hierro, hubo que ingresarlo de urgencia para operarlo de apendicitis, poco antes de Semana Santa, en la misma Residencia del Seguro en la que hubiera tenido que nacer en condiciones más normales. Cuando me lo dijo mi madre salté de alegría:

–¿De modo que te alegras de que tu primo esté ingresado y con apendicitis?

No le respondí, seguro como estaba de que no me hubiera comprendido. Sólo le pregunté:

–¿Y cuánto tiempo tiene que estar ingresado?

–Pues mira, lo ingresaron ayer, lo están operando hoy, y necesitará cuatro o cinco días más.

Era tiempo más que suficiente para conseguir que mis amigos fueran conmigo. Al día siguiente llegué al instituto con cara de satisfacción, y les dije sin preámbulos:

–Id preparando las hostias y el bolígrafo, porque mi primo está en Córdoba, ingresado en la Residencia.

Como me vieron fuerte y convencido, manifestaron un cierto titubeo que tuvieron que acallar al poco tiempo, porque “las apuestas son las apuestas”: era una frase que habían oído con frecuencia en las películas del oeste y que ahora iban a poner en práctica. Les afectó lo fácil que era ir a ver a mi primo. Las visitas eran por la tarde, y ese curso sólo teníamos clase por la mañana, de modo que sólo hacía falta que fijáramos día y hora.

–¿Y quién paga el autobús hasta la Residencia? –preguntó el Haro, que además de canijo y monaguillo era muy tacaño.

–Ah, ah... Eso no estaba previsto en las condiciones de la apuesta –precisó el Antúnez–, pero parece lógico que cada cual se pague su billete.

Al Antúnez, que hasta entonces me había parecido un gilipollas, le estaban saliendo cualidades de organizador. Yo acepté encantado su propuesta y al Haro no le quedó más remedio que aceptar también. Quedamos esa misma tarde en la parada de Fuentes Guerra, a las cinco de la tarde.

Era una de las últimas tardes del invierno y la limpieza y brillo del cielo anunciaban ya la primavera. Mis amigos se presentaron puntuales y muy serios. El bolígrafo del Antúnez se veía, sujeto en el bolsillo superior de su chaleco, y la bolsa de hostias del Haro abultaba mucho pero, como es de suponer, pesaba poco. A mí me pesaban los bolsillos de los dos lados del pantalón: uno llevaba la piedra de uranio y el otro el imán gigante. Todos estuvimos en silencio casi todo el rato, y me daba la impresión de que mis amigos, desde que vieron que lo de ir a la Residencia iba en serio, empezaban a pensar que mi primo, de verdad, se llamaba Carlos Citroën.


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