abril de 2009
número 2Vivencias de dos estudiantes españolas durante la caída del muro de Berlín
Lucía Hernández Pérez Profesora de Alemán
y Marta García Rodríguez
En julio de 1989 inicié un viaje a un mundo desconocido, lleno de tópicos y recelos. Sin embargo a la valentía de un principio, le siguieron los resquemores que se disiparon cuando supe que aquel viaje no lo emprendería del todo sola.
Comenzó así nuestra aventura personal hacia los últimos meses de existencia de un país llamado Alemania Democrática. El color “negro” pasó a ocupar un lugar importante en nuestro vocabulario (dinero negro, taxis negros…) así como la escasa variedad de alimentos, las colas para todo y los tristes colores pastel de los Trabis [1] . Vimos el muro desde el lado “blanco”, las torres de vigilancia y los policías “bouldog” prestos a disparar. Nos enseñaron lo mejor del sistema y supimos que otras voces no se mostraban tan convencidas. Pero sin lugar a dudas supuso una gran experiencia, que a la postre, no se podría volver a repetir.
¿Qué se siente en un momento histórico? En el caso de la caída del muro de Berlín hace 20 años todos los que tuvieron la suerte de vivirlo de cerca eran conscientes de que esos sucesos cambiarían la Historia. Sin embargo, nadie se paró a pensar en ello porque las emociones desbordaron toda capacidad de reflexión. Aquellos días fueron una especie de anarquía colectiva en la que sólo se vivía en el presente. Los alemanes se descolocaron y de allí surgió el nuevo orden de Europa.
El 9 de noviembre de 1989 era jueves. Un día anodino que no hacía presentir grandes acontecimientos. En el Berlín oriental se reunían funcionarios y oficiales del Ministerio del Interior de la República Democrática Alemana para elaborar un proyecto que regulara la salida del país de sus habitantes. Desde finales de los años 80 el descontento con el régimen había llevado a protestas masivas y manifestaciones de la ciudadanía. Hungría abrió en agosto de ese mismo año las fronteras con Austria y en septiembre unos 13.000 alemanes democráticos salieron del país en trenes cuyo destino final era la Alemania Federal.
En Leipzig se empezaron a reunir ciudadanos disconformes que se manifestaban los lunes en la iglesia de San Nicolás, hasta que ésta se quedó pequeña. Poco a poco dichas protestas se fueron extendiendo por otras ciudades alemanas y en todas ellas se gritaba al unísono aquella frase que posteriormente pasó a formar parte de la historia: “Wir sind das Volk” (Nosotros somos el pueblo).
Sentada, ya sola, en la sala de televisión de una residencia de estudiantes de la Alemania Federal, había seguido con interés durante aquellos meses unos acontecimientos que sentía cercanos. Aquél día nada hacía vislumbrar que sería especial, por lo que cuando aparecieron los subtítulos en la parte inferior de la pantalla en los que se anunciaba que las fronteras entre las dos Alemanias quedaban abiertas y el fatídico muro había caído, mi primer pensamiento fue que no lo estaba entendiendo bien. Sin embargo las frases dieron paso a las imágenes y ya no cabía ninguna duda. El muro había caído, pero ¿ por qué?
La propuesta de los funcionarios facilitaba a los ciudadanos del Este la emigración a la República Federal Alemana. Como hasta entonces eso suponía la pérdida de la nacionalidad y conscientes de que el número de demandantes iba a ser enorme, los funcionarios, con la intención de evitar una sangría de la población, contemplaron también la posibilidad, hasta ese momento inexistente, de hacer viajes privados sin ningún tipo de limitaciones. La autorización se concedería de forma automática y simplificada y habría de solicitarse por los cauces habituales. El Politburó del Partido Socialista aprobó la propuesta y su portavoz oficial, Günther Schabowski, inició a las 6 de la tarde de ese día una rueda de prensa retransmitida en directo por la televisión de la Alemania del Este y en la que también estaban presentes reporteros occidentales.
Günther Schabowski leyó lo acordado, a saber, que los viajes a occidente se concederían a todo el que lo solicitara. A la pregunta de un periodista "¿Cuándo entrará en vigor?“, Schabowsky repasó la nota que le había pasado minutos antes Egon Krenz, Secretario General del Partido, y formuló, algo inseguro, el decisivo "enseguida – inmediatamente“. Los medios de comunicación occidentales informaron rápidamente del acontecimiento e interpretaron la noticia así: "La RDA abre sus fronteras“.
Enseguida empezaron a congregarse curiosos, gente realmente interesada en emigrar y algunos escépticos en los puestos fronterizos de Berlín Este. La policía fronteriza debía mandarles a casa y recordarles que el procedimiento era solicitar el permiso de salida al día siguiente en las oficinas correspondientes. Pero carecía de otras directivas. A eso de las 21:30 de la tarde se habían congregado ya unas 1.000 personas en el paso fronterizo de la calle Bornholm. La tensión iba en aumento y ante la ausencia de una reacción oficial del Politburó, la policía fronteriza decidió abrir el paso primero a un racimo de personas para ver si esta válvula de escape calmaba el ambiente. Al otro lado de la frontera, las cámaras de televisión occidentales grababan cómo estos emigrantes espontáneos daban sus primeros pasos vacilantes en el Berlín Oeste. Las imágenes de lo que sucedió allí dieron inmediatamente la vuelta al mundo y crearon una ficción. En realidad, la frontera todavía estaba cerrada.
Unas horas después unas 200.000 personas desbordaron ese y los restantes pasos fronterizos azuzados por lo que habían visto en televisión. La policía, todavía sin directivas, no tuvo más remedio que ceder y abrir la frontera completamente si quería evitar una tragedia. De la noche a la mañana se había dado un paso histórico. Berlín Este y Berlín Oeste se reencontraron y el viernes 10 de noviembre de 1989 no fue ya, en absoluto, un viernes anodino.
La gente se encaramaba a un muro que había supuesto la separación real de Alemania y en el que muchos alemanes democráticos habían dejado su vida al intentar saltar al otro lado. Todos querían subirse a él y unos se ayudaban a los otros. Fue una imagen que quedará grabada para siempre en la retina de aquellos que la vivieron en primera persona y en la que las consecuencias futuras de dichos acontecimientos no tenían cabida en ese momento.
El paisaje de la Alemania Federal se fue tiñendo de trabis que llamaban la atención de aquellos que nunca habían estado en la Alemania Democrática. A cada alemán democrático se le daba la bienvenida con un billete de 100 marcos que podían canjear, incluso, los recién nacidos. Los supermercados se llenaban de personas que no daban crédito a la variedad de cosas para comprar y el producto estrella fueron los plátanos.
En agosto de 1990 volví a lo que había sido la Alemania Democrática. Quería conocer de primera mano todo lo que se decía en los telediarios nacionales. Allí me encontré con una visión totalmente distinta de los hechos. Conocí a gente que sentía haberse vendido por 100 Marcos. A ellos les hubiera gustado cambiar su país, transformarlo en uno más democrático pero independiente de la Alemania Federal. Pronosticaban ser siempre alemanes de 2ª categoría y 20 años después la realidad, quizás, les esté dando la razón. En Alemania se sigue hablando de Ossis y Wessis.
La frontera física ya no existe, aunque por motivos de memoria histórica sí se conserva el muro en algunos tramos. Para quienes no puedan ir de inmediato a Berlín, hay tres bloques del muro en Madrid, en el Parque de Berlín. Pero a pesar de todo, una visita al escenario original vale más que mil palabras.
[1] coche de la Alemania Democrática
ISSN: 1988-9607 | Redacción | www.iesseneca.net |