mayo de 2010
número 3
José Torres Hurtado
Profesor del IES Séneca (Córdoba)
Malos vientos soplaban para los judíos en la Europa del Siglo XV. Las causas, complejas, están fuera del propósito de estas líneas. Por desgracia, los negros nubarrones del antisemitismo descargaron con variable violencia en distintos lugares, también en algunas ciudades del reino de Castilla. Una de ellas fue Córdoba. El 14 de abril, Jueves Santo, la hermandad de la Caridad procesionaba la imagen de su Virgen por lo que hoy es la calle de la Herrería. Parece ser que, al pasar la imagen bajo un balcón, cayó sobre su manto algún tipo de líquido cuya naturaleza nunca se llegó a saber con precisión. Lo cierto es que fue el detonante que usó el fanático Alonso Rodríguez, un herrero del barrio de San Lorenzo, para incendiar el polvorín: él y sus secuaces comenzaron a gritar que una niña, aconsejada por un judío, había arrojado orines sobre la imagen. El prudente caballero, D. Pedro de Torreblanca, intentó calmarlos y recibió una grave herida de manos del malnacido herrero. La procesión se disolvió y la chusma, incitada por estos fanáticos, y durante tres días, quemó casas, robó pertenencias y asesinó a los indefensos judíos, casi dos centenares, ante la impasibilidad de la autoridad publica.
Al tercer día y ante tan grave situación, otro cordobés de honrosa memoria y noble cuna, D. Alonso de Aguilar, armó a criados y amigos, y acudió en defensa de los judíos. Halló al herrero en el Rastro alborotando a las masas y lo conminó a deponer su actitud. Este, en lugar de entrar en razón, se enfrentó al caballero con groseros insultos y D. Alonso lo mató de un lanzazo. Pero, por desgracia, el motín no acabó. Sus seguidores llevaron el cadáver a la iglesia de San Lorenzo para velarlo durante la noche. Según ellos, esa noche el difunto movió alguna parte de su cuerpo, lo que interpretaron como prueba de ser un mártir de la religión. A la mañana siguiente, el populacho enardecido la emprendió de nuevo contra los judíos. D. Alonso, al enterase del rebrote del motín, fue de nuevo contra ellos pero estos habían tomado ya sus precauciones: engatusaron a D. Diego Aguayo, un noble algo botarate, que les consiguió hombres armados, y se enfrentaron a D. Alonso. Este, con los suyos y muchos judíos que buscaban su protección, se hizo fuerte en el Alcázar de los Reyes Cristianos. Al atardecer de este cuarto día D. Alonso, ante la superioridad numérica de los amotinados y para evitar más muertes y desmanes, no tuvo más remedio que ofrecer el perdón para los amotinados y ordenar a los judíos o que salieran de la ciudad o que fijaran su residencia en el barrio que se les tenía asignado antes del motín (la actual judería).
La hermandad de la Caridad, como desagravio por tan gravísimos sucesos, acordó fijar una lápida en el patio de la Iglesia de San Francisco y colocar una cruz de hierro sobre un pedestal en el centro de lo que entonces era el Rastro. La preciosa cruz de hierro forjado que hoy puedes ver, amigo lector, al final de la calle Feria y frente a la embocadura del puente de Miraflores, no es materialmente la misma, ¡han pasado ya más de cinco siglos!, pero sí es el mismo símbolo: el patíbulo en el que murió el mejor Hombre del mundo para reparar por todos los pecados que han cometido y cometerán los humanos: los de aquellos desgraciados y fanáticos cordobeses del siglo XV, los míos y los tuyos. Cuando ese Hombre moría quiso dejar bien claro que nosotros decidimos, que no somos marionetas, que nuestra libertad configura lo que somos y seremos: el buen ladrón escogió el perdón y el amor (D. Alonso de Aguilar). El otro, el odio y el rencor (Alonso Rodríguez). La historia es “maestra de la vida”: rechacemos el ejemplo de los malos cordobeses y sigamos el de los buenos.
Nota del autor: Para la redacción de estas líneas me he basado en el detallado relato de los hechos que hace Teodomiro Ramírez de Arellano en su libro Paseos por Córdoba. Se las dedico, con sincero afecto, a toda la comunidad de nuestro Instituto, especialmente a mis queridos alumnos, porque quizá sean ellos los que menos conozcan el rico patrimonio histórico y cultural de nuestra ciudad. Pensando en ellos, me he comprometido conmigo mismo a escribir algo de este tenor en cada número de nuestro estupendo “Séneca Digital”, ¡que viva muchos años!
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