SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


junio de 2015

número 5
ISSN: 1988-9607
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EL HIJO DE ALHAKÉN

Elvira Sánchez López

Profesora de Lengua y Literatura del IES Séneca

Recuerdo aquellas manos rudas que me condujeron hacia otras manos, mucho más pequeñas y finas. Fui escrutado y tentado en todos mis rincones. Las manos jóvenes, femeninas, indagaron cada una de mis imperfecciones y lograron mapear por completo mi superficie. Durante un tiempo, esos dedos de niña, que luego fueron de mujer, me acariciaban al tocarse el cuello. Fueron esos mis últimos momentos a la intemperie. El suntuoso palacio que ahora me alberga es el mejor espacio en el que he morado en todos los siglos de mi vida.

Pero mucho tiempo atrás, yo nací en una pujante ceca, junto a miles de hermanas. El nombre de mi padre, el glorioso Alhakén, quedó para siempre tallado en mi piel. Por aquella época pasé de mano en mano, de mercader en mercader. Algunos bolsillos olían a piel recién curtida, otros a mirra y benjuí, a cordero frito o a orines. Recuerdo la caja de marfil tallada en la que un joven erudito me conservó durante varios meses, hasta que el hambre le hizo intercambiarme por comida en el zoco. Mi vida era plena, fui creado para deambular por aquellas callejuelas y ser intercambiado mil veces por mil objetos diversos. Por eso lamenté tanto la oscuridad a la que el azar me sometió cuando caí de la bolsa de un viejo renqueante y acabé en el fondo de una fétida alcantarilla.

Las corrientes tardaron en arrastrarme hasta el albañal. Fueron años de espera. Mi peso, unos cuatro gramos, me hacía permanecer atado al fondo. Sólo de cuando en cuando, un golpe mayor de aguas residuales me empujaba unos metros. No sé bien cuánto tiempo tardé en volver a contemplar la luz del sol. En aquellos años de silencio, sólo las ratas se acercaban a husmearme, atraídas por el brillo dorado que algún rayo caprichoso me extraía.

Acercándome al aliviadero, logré de nuevo vislumbrar el paso de los días y las noches a través de cierta claridad que se reflejaba en el líquido en el que estaba sumergido. La tormenta que finalmente me sacó al exterior ocurrió una fausta noche de primavera. En total, calculo que viví varios cientos de años en la alcantarilla, porque cuando, por fin, otras manos humanas me sacaron del limo en el que había quedado enterrado, su tacto, su olor, incluso el tono de esta nueva piel que me tocaba eran ya distintos. La ciudad que yo conocía había desaparecido. Se oían campanas, pero ya no había muecines. Las casas seguían dispuestas en hileras tortuosas, pero eran decrépitas y tristes. Las personas se agolpaban en las puertas de las iglesias demandando caridad. Los niños harapientos robaban la fruta podrida, los lisiados se amontonaban en todos los rincones. ¿Dónde estaba mi padre, Alhakén? ¿Qué había sido de Kurtuba.

Restos de la ciudad de Azahara se encontraban incrustados en las casas. Habían expoliado mi pasado, lo habían enterrado en el olvido. Entonces me convertí en una rareza. Dejé de ser habitual para pasar de nuevo de mano en mano como un objeto excepcional. La mayoría de mis hermanas habían perecido en las brasas, fundidas y convertidas en piezas de liturgia, en custodias o cálices. Pero la suerte quiso que a mí me siguieran encontrando personas curiosas

Terminé en una casa rica, junto a numerosas hermanastras de plata o de bronce. Hermanas que hablaban otras lenguas, que contenían inscripciones ignotas y retratos principescos. Ellas me relataron sus distintas peripecias. Las había venidas de confines lejanos. Algunas habían viajado en barco. Me explicaron cómo era el mar y yo pensé que nuestra propia vida era como un mar interminable: las manos que nos tocaban eran las gotas infinitas de ese mar. El tiempo era nuestra sal. El cofre fue traído y llevado y terminó cubierto por una capa de escombro que lo preservó durante varios cientos de años, tal vez. Mis hermanas de bronce se volvieron verdes, las de plata se ennegrecieron. Sólo yo seguía intacto: el oro de mi piel era purísimo.

Al cabo del tiempo nos sacaron de nuestra tumba. Me despedí de mis hermanas, porque a mí me trataron con una especial deferencia. De mano en mano reconocí las viejas calles tortuosas, los blancos edificios. Todo era distinto y era igual, sin embargo. El rudo chatarrero de la calle Cardenal González me regaló a su hija, de cabellos rubios como el oro. Ella fue mi última poseedora. De su cuello pendí, convertido en medallita, y pude contemplarlo todo. Extrañas máquinas ruidosas circulaban por las calles. Había más aglomeración pero menos aromas. La joven me llevaba a la misa cristiana que celebraban en nuestra vieja mezquita. Me pareció adecuado que en ese recinto se siguiera venerando a nuestro Allah, aunque ellos lo llamaran de otro modo y lo celebraran diversamente.

Mi perfecta atalaya terminó cuando aquella niña, ya mujer, me llevó al Museo. Hace poco me han cambiado de nuevo de sitio. En la límpida vitrina me he reencontrado con algunas de mis hermanas. La quietud en la que yacemos contrasta con los cientos de rostros que nos observan curiosos. Algunos leen en voz alta nuestro nombre: “Dínares de oro del califato de Alhakén II, año 970”.


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