SÉNECA DIGITAL

Revista digital del IES Séneca


mayo de 2010

número 3
ISSN: 1988-9607
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Ángel López-Obrero y Antonio Rodríguez Luna: dos rostros del exilio

Carlos Clementson
Poeta y traductor

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Ángel López-Obrero, Vista de Córdoba

CONSOLACIÓN DE LA BELLEZA
(Ángel López-Obrero contempla la ciudad
una tarde de lluvia)

Son las tres de la tarde. Noviembre, y hace frío.
Sobre las blandas lomas de la campiña grávida
navegan lentamente galeones de nubes
con las velas henchidas de viento del Atlántico.
Por surcos y besanas va sembrando la lluvia
con íntima tristeza la promesa del trigo.
 
Son las tres de la tarde. Noviembre, y hace frío.
Junto a la cal enferma de patios y callejas,
como un viejo mendigo cansado del camino,
el otoño reclina su cabeza de niebla.
 
Está solo en la estancia. Con sus ojos inquietos,
desde el estudio en calma, abarca la ciudad,
sus confines agrarios fundidos en la bruma,
mezquitas y conventos, alminar y espadañas,
la calle de la Cárcel, o el patio de naranjos
por donde cruza oscura la prisa de un canónigo
camino de los doctos silencios del Archivo;
tutelar e inminente, la gran torre, porosa
de sol antiguo y lluvia, y entre ciudad y campiña,
el alfanje herrumbroso y cansado del río.
 
Está solo en la estancia, frente al lienzo en agraz
que acoge en su blancura
este mismo horizonte de torres y azoteas
que el jaramago encrespa con su humilde penacho
de heráldica pobreza menestral.

Poco a poco,
casi amorosamente, el pincel va esbozando,
dueño de la materia, del color y sus formas,
el plástico trasunto de la ciudad entrañable:
tejados y azoteas, espadañas, palmeras,
puertas desvencijadas que fustiga la lluvia
y el sol de los veranos,
decrépitas paredes donde con lentas uñas
el tiempo ha ido labrando su escritura de ruina...

(Entre la lluvia, a veces, deja filtrar el sol
un pálido reflejo de plata sucia sobre
las alas del arcángel de piedra que corona
de Córdoba la torre).
 
Cómo ha pasado el tiempo, casi sin darnos cuenta,
como estas nubes pasan...
Entre estas mismas calles jugara él, de muchacho,
cuando Córdoba aún era un reino invulnerable
de cal y de ternura, provinciano y doméstico
grave mármol de Roma, como una inmensa plaza
donde ir descubriendo el don de la belleza.
 
Bajo techos como éstos, su mano comenzara,
por una extraño anhelo llevada o un misterioso
afán, a ir perfilando
sus primeros dibujos, por un raro deseo
de plasmar para siempre ese oculto latido
cálido y cotidiano de las cosas sencillas:
una silla o una mesa, el silencio oloroso
de una vieja taberna, un búcaro con flores,
o el brocal encalado de un pozo en el verano
cuando el agua sabía a jazmines y a hiedra.
 
Está solo en su estudio. Le acompañan sus cuadros:
naturalezas muertas y paisajes vividos,
cabezas de muchacha o adustos segadores
con el sol de la trilla metido hasta los huesos.
(Desde un rincón irradia, matinal y rosada,
la carne de un desnudo, tornasoles de fruta...)
 
Frente al lienzo empezado, parece que fue ayer...
Y sin embargo cuánta pequeña y grande historia
ha ido desmoronando la gloria de aquel tiempo
feliz entre naranjos y aromas de tahonas
por las calles de Córdoba.
 
De aquel tiempo de entonces
queda hoy tan sólo esta sutil disposición
del alma en recrear la efímera presencia
serena de las cosas, como un pequeño dios,
y restaurarle al mundo, de nuevo, su hermosura
con mentido verismo, con mucho amor: la magia
del color y la sombra sabiamente dispuestos.
 
Contempla esos tejados que a emerger ya comienzan
sus cubistas volúmenes sobre la tela mientras
la lluvia va cayendo sobre calles y plazas.
Deja una pincelada
de azul triste en el blanco cansado de unos muros,
esfuma un horizonte o perfila un contorno.
Frente a sí la ciudad se recoge en un lento
sosiego de campanas.

Va cayendo la tarde.

 
Casi no le hace falta contemplar la teoría
de este urbano escenario –tejados y espadañas
de cal y de silencio- que a sus pies se adormece,
porque lo lleva dentro desde hace tantos años
que es ya parte de sí, y su íntima belleza
por ajenos paisajes le ha acompañado siempre,
a salvo ya en el fondo del pecho, intacta y pura
como un alto arquetipo de gloria indeclinable.
 
Suspende ahora un momento la labor.
Se echa hacia atrás y queda contemplándolo todo
con los ojos de ayer: recuerda
los amigos perdidos, los árboles aquellos
de las Ramblas, la brisa del Montseny,
la tramontana derribando los bancos en Figueras
el año treinta y nueve; la huida por la costa,
los márgenes repletos de coches atascados
y el paso de Port-Bou, la lluvia en la frontera,
las ganas de llorar,
la patria que quedábase ya atrás de nuestros pasos,
y que nos despedía tapándose los ojos
con un último abrazo de niebla avergonzada
mezclada a nuestras lágrimas.
 
Y luego, al otro lado,
los grandes arenales barridos por el viento,
la inmensa playa abierta al frío, al hambre, al miedo,
los granos de la arena clavándose en la cara,
la humillación oscura de saberse sin nombre entre el rebaño,
la indefensión del paria,
la suciedad del mundo de pronto acumulándose
dentro de aquel vacío de enfermedad y asco,
mientras la cal de Córdoba, bajo el cielo de Francia,
de lejos le llamaba o le hería desde dentro.
 
 
(La tarde va cayendo con un lento cansancio.)
 
Y queda absorto un rato
con los ojos perdidos al fondo de sí mismo,
de su pequeña historia de español sin remedio,
mientras, conforme, piensa
que por encima incluso
del oprobio y la cárcel, la estupidez o el crimen,
después de todo, acaso, bien valiera la pena
esta humilde aventura de fijar la belleza
a cambio de tan poco.

Y, al fin y al cabo, queda
tan sólo intacta y pura esta extraña inquietud,
esa íntima llamada que hace sesenta años
le llevara a afirmar la gracia de las cosas,
la realidad precaria de este mundo inestable.
Cómo a pesar de todo, tras el ruido y la furia
de un tiempo duro y triste,
queda entero este amor que le mantuvo a salvo,
invulnerable, aquellos
días de penitencia, ostracismo y pobreza.

Regresa luego al lienzo,
y como de muchacho,
Ángel sigue pintando
mientras cae lentamente la lluvia sobre Córdoba.


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